Oyentes de la Palabra

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SOLEMNIDAD DE CRISTO REY

Hoy celebramos la festividad de Cristo Rey. Esta celebración nos puede sonar extraño ya que el tipo de reinado, y de figura real que hoy conocemos, es un concepto muy lejano y diferente al que Jesús se refiere o que la Biblia nos plantea. La referencia más directa de un rey en la Sagrada Escritura es su función: un “Rey” es un verdadero Pastor de su pueblo, es el responsable de la vida de todos aquellos que viven dentro de su “reino”. Un verdadero “reinado”, positivamente hablando, es aquel en el que nada del reino queda afuera, y todo tiene posibilidad de futuro y de vida.

Ezequiel 34,11-12.15-17, Salmo 22, I Corintios 15,20-26.28 y Mateo 25,31-46.

El reconocimiento de Jesucristo como Rey del universo fue declarado por papa Pío XI, quien le otorgó ese título en 1925. Ya en el Credo formulado en el concilio de Constantinopla en el año 381 afirmamos que Jesucristo “de nuevo vendrá con gloria para juzgar a vivos y muertos, y su reino no tendrá fin, palabras en las que resuena también el anuncio del ángel a María: “reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no ten­drá fin (Lc 1,33). Por tanto, el establecimiento de esta solemnidad anual por Pío XI no fue para concederle ese título al Señor Jesús sino para recordarnos a todos que él es el único que lo merece con toda plenitud, como Hijo de la misma naturaleza que el Padre y como Redentor de la humanidad, e invitarnos a encarnar su tipo de realeza en nuestra vida.

La pregunta que nos deberíamos hacer para profundizar nuestra reflexión en este día no es ¿por qué Cristo es rey? sino cuáles son los rasgos de este Rey único y definitivo. Estos rasgos lo iremos entresacando de las lecturas de este último domingo del año litúrgico centrándonos nuestra mirada en el evangelio de Mateo.

La exhortación apostólica del papa Francisco Gaudete et exsultate desarrolla la noción de santidad como un llamado personal a la configuración con Cristo, mediante la participación en sus actitudes profundas (las bienaventuranzas) y de la práctica del discernimiento espiritual. El sentido auténtico de las bienaventuranzas es puesto de manifiesto en la parábola del Juicio Final (Mt 25,31-46), sobre todo en lo que la exhortación denomina “el gran protocolo” sobre el cual seremos juzgados (GE 95), que revela la última profundidad de la bienaventuranza de la misericordia: “Felices ustedes […] porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, fui forastero y me recibieron, estuve desnudo y me vistieron, enfermo y me visitaron, en la cárcel y vinieron a verme”.

Este gran protocolo señala la importancia de las obras de solidaridad con los más vulnerables en el discipulado de Jesús. Tiene la particularidad de recordarnos que el gesto en favor de ellos, mis hermanos, los más pequeños, es un gesto hecho al mismo Cristo.

Aunque en el pasaje no aparece la palabra amor, la separación entre unas personas y otras sigue este criterio. Es un amor efectivo que se encarna en el hacer concreto a favor de cualquier persona en situación de necesidad. No sirven por tanto los sentimientos que sólo manifestamos, ni la intención que sólo declaramos, ni el compromiso que queda olvidado en el papel.

En el texto de Mt 25,31-46 las obras de amor son idénticas para todos. La humanidad no será juzgada de forma diferente por pertenecer a un pueblo determinado ni a una religión específica, ni habrá un juicio para los seguidores de Jesús y otro para los que no son. El rey mirará la acción concreta que se realiza en el día a día, fuera de cualquier lugar de culto: en la casa, en el hospital, en la cárcel. No es el amor complaciente en sí mismo que busca ante todo un camino de realización personal, sino el amor como realización en la entrega a los demás.

Los destinatarios de esas obras de amor son personas necesitadas y en gran medida marginadas por la sociedad. Son personas no bendecidas por la vida que al ser cuidadas alcanzan la bendición definitiva. Su necesidad viene expresada por 6 situaciones de precariedad que podemos agrupar en duplas: comer-beber, techo-desnudez, enfermedad-cárcel. Cada uno de estos grupos invita al hacer en un aspecto de la existencia: compartir la mesa, acoger en la casa, salir en busca del que no puede acercarse. Son acciones dirigidas a contener necesidades básicas universales y que invitan a ensanchar el corazón en todo momento, a descentrarse del egoísmo, para que nadie quede privado de vida y de dignidad.

En este movimiento de salida de la propia vida hacia el hermano, el profeta Ezequiel nos evoca al verdadero Rey-pastor y nos enseña cómo vivir este proceso: “Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro. Como sigue el pastor el rastro de su rebaño, cuando las ovejas se le dispersan, así seguiré yo el rastro de mis ovejas y las libraré, sacándolas de todos los lugares por donde se dispersaron un día de oscuridad y nubarrones”.

La humanidad juzgada no comprende: ¿Señor cuándo te vimos? Pero, es imposible llamarlo Señor y no ser capaces de reconocerlo en quién Él se revela y se ofrece a ser servido aún sin verlo.

Celebremos el cierre de este año litúrgico centrando la mirada en Jesucristo como rey y pastor de toda la humanidad. Su reinado dista mucho de cómo nosotros ejercemos el poder; su poder no genera grieta ni divisiones, sino que une a partir del respeto y reconocimiento de los otros. Su poder guía y conduce, repara fuerzas, ayuda a caminar, prepara la mesa y nos alimenta, nos trata con misericordia y bondad. Animados con el Salmo 22 continuemos rumiando su Palabra:

Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término.

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