Domingo 15 de Septiembre 2019

Domingo 15 de Septiembre 2019

XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

Éxodo 32, 7-11.13-14; 1 Timoteo 1, 12-17; y Lucas 15, 1-32

Ante los gestos de misericordia de los que somos testigos, ¿somos servidores de esa compasión o somos jueces que juzgamos la conveniencia o no de esa gracia y los destinatarios de la misma? Hoy la liturgia de la Palabra nos invita a reflexionar una de las páginas más hermosas y a la vez, más difíciles de vivir del evangelio.

Leemos en el capítulo 15 del evangelista Lucas las llamadas parábolas de la Misericordia: la oveja perdida, la moneda perdida y, para continuar la clave que elige la teología lucana para referirse a la Misericordia Divina, los dos hijos perdidos.

Las dos primeras pérdidas tienen que ver con el adentro y el afuera; con algo animado y con algo inanimado. La oveja se pierde afuera, la moneda se pierde dentro de casa. La primera la paradoja se presenta en que el pastor deja las 99 solas para encontrar la que está perdida; esto parece una locura, pero a los ojos del “pastor misericordioso”, esa oveja, solamente esa oveja necesita toda su misericordia, ya que se encuentra perdida, todo intento será bueno y necesario para encontrarla, devolverla a la vida, a su rebaño. ¿Las otras? Y las otras se consideran a “salvo”, y en el texto representan a los escribas y fariseos que están murmurando y criticando el accionar misericordioso de Jesús, ellos no necesitan ser buscados, ¡para ellos ya están salvados!

La segunda paradoja. ¿Tanto alboroto por una moneda? Y suena raro, pero una dracma era el salario de un día; si una mujer lo busca tanto es porque realmente ese dinero era fundamental para vivir. Pero ¿una dracma al lado de una oveja? Y aquí la paradoja está en el valor, no de la moneda en sí misma, sino en el amor que pone la mujer en encontrarla. Para esta “mujer misericordiosa” lo fundamental de la búsqueda no es tanto si vale la pena para los ojos de los otros esa moneda, sino el amor y lo que representa ella para su vida. Algo tan concreto que vivimos cotidianamente, ¿por qué Dios o los otros son generosos con personas que para nosotros son insignificantes, ya sea por su condición social, cultural o religiosa? Otra vez somos como esos fariseos y escribas que son los “únicos” justos a los que Dios debería prestar atención.

Por último, nos encontramos con la parábola de los dos hermanos perdidos. Pareciera aquí que el escritor quiere guardar la misma estructura anterior: la perdida, afuera y adentro, el encuentro y la fiesta. Y sí, el hijo menor se pierde afuera, el hijo mayor está perdido dentro de casa; ninguno de los dos se siente hijo de un padre misericordioso, que no reclama, que ama más allá de nuestras fuerzas, y que siempre sale a nuestro encuentro, nunca está encerrado en su casa esperando que vayamos a buscarlo, como el pastor y la mujer misericordiosos sale a nuestro encuentro.
Para terminar quisiéramos hacer una pequeña reflexión. Hay unos personajes en esta última parábola ante los cuales no detenemos muchas veces la mirada, y que hoy queremos presentarles. Son los sirvientes de la casa del padre misericordioso. Aparecen en escena dos veces. La primera, cuando llega el hijo mejor. En ese momento ejecutan y hacen “la misericordia” del padre: traen el vestido, le ponen las sandalias, matan el cordero cebado, preparan la fiesta; podríamos decir que están al servicio de la misericordia. En cambio, hay un sirviente que aparece en un segundo momento, cuando el hijo mayor está a la puerta y no quiere entrar a la casa; éste le comenta lo que ocurre, pero en sus palabras no hay rastro de esa misericordia de la que no solo fue testigo sino parte en la escena anterior. Aquí pareciera ser que más que servidor de la misericordia es juez, como dejando lagunas en su discurso para sembrar la duda y el enojo del hijo mayor. Solamente le dice que su hermano volvió y que su padre, como lo había recobrado sano, mandó matar el cabrito engordado, nada dice de los gestos del padre y de la cabeza gacha de su hermano.
Ante los gestos de misericordia de los que somos testigos, ¿somos servidores de esa compasión o somos jueces que juzgamos la conveniencia o no de esa gracia y los destinatarios de la misma?

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